Monday, September 24, 2012

Achaques

Estoy ahora mismo en la sala de espera de un ortopedista. Vengo aquí desde hace algunos días por cuenta de un dolor en el cuello que simplemente no me deja ser. El promedio de edad es alto; es canoso, lento, de pies arrastrados. De personas chuecas como yo pero, en su mayoría, derrotadas. Tristes.

Justamente acaba de entrar aquí una pareja. La señora llamó mi atención porque la oí dar alaridos en la calle. Pensé que la enferma era ella, que estaba gritado por dolor, pero no: le gritaba a su esposo. A un señor muy viejo -tanto como ella pero sin tintura en el pelo- que necesita de una silla de ruedas para recorrer los 10 metros desde la calle al consultorio. Supongo que lo regañaba por su propio desespero ante la incapacidad del señor de cualquiera cosa y de ella de ayudarle.




Solo pienso en que ojalá nadie que me quiera me grite así nunca. No importa la poca paciencia que me tenga por mi condición. Ojalá que no me toque tampoco hacer a nadie tan infeliz con el lastre de mí, como le ocurre a este cabizbajo señor.

Me da tristeza la vida. Me da tristeza con ambos, víctimas de ellos mismos, sin en realidad tener la culpa. Son solo ese producto del paso del tiempo que somos todos.

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