Friday, March 25, 2016

Premio Nobel de Literatura J.M.G. Le Clézio: "Siento desesperación de ver que el peligro aumenta en el mundo"


J.M. G. Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionEl premio Nobel francés compartió con los lectores de BBC Mundo sus temores ante un mundo donde cada vez se levantan más murallas.
"Desesperación", dice sentir el francés Jean-Marie Gustave Le Clézio, premio Nobel de Literatura 2008, cuando mira a su alrededor y ve que "casi la totalidad del mundo está en guerra".
En una entrevista con BBC Mundo durante el Congreso Internacional de la Lengua Española, CILE 2016, en San Juan de Puerto Rico, que finalizó este fin de semana, el nómada y aventurero J.M.G Le Clézio –como suele abreviarse su nombre-, compartió su visión del mundo actual y los recuerdos de varios años viviendo en Latinoamérica.
El autor de más de 40 novelas, además de libros infantiles, ensayos y artículos de prensa, habló en un español casi perfecto sobre su origen africano por su relación con la remota isla Mauricio al sur del Océano Índico; sus viajes en canoa a través de ríos en Panamá y Colombia para atravesar el agreste Tapón del Darién y los fértiles cultivos del estado mexicano de Michoacán de la década del 70.
Le Clézio, que vivió durante su infancia la Segunda Guerra Mundial, fue escogido en 1994 por los lectores francófonos en una encuesta realizada por la prestigiosa revista Lire como el "más grande escritor vivo de la lengua francesa".
Hoy comparte con los lectores de BBC Mundo sus temores ante un mundo donde cada vez se levantan más murallas.

Usted mencionó en su presentación del Congreso de la Lengua que "el mundo no ha cambiado en 400 años desde que se publicó "Don Quijote". ¿A qué se refiere exactamente?

"Tengo una impresión muy amarga. Siento desesperación al ver que el mundo se está reduciendo, en lugar de expandirse, de aumentar su volumen. Se disminuye, se hace más pequeño, más prudente y más congelado.
J.M.G. Le ClézioImage copyrightGetty
Image captionLe Clézio ganó el premio Nobel de Literatura en 2008, por ser, según la academia sueca, "El escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante".
Hay bombardeos por todos lados. Hay niños y adultos que se mueren a cada momento. Ahora mismo, mientras usted y yo hablamos, hay gente que está muriéndose en alguna parte del mundo por culpa de las guerras, de ataques.
Siento desesperación de ver que el peligro aumenta a cada momento, el riesgo permanente.
Y son guerras típicamente poscoloniales, guerras de segunda mano. Son las grandes naciones haciendo guerras en medio de las pequeñas naciones.
No es más que la imposibilidad de esas poblaciones pobres de entrar en los países ricos. Significan la desconfianza que tienen las naciones desarrolladas por las poblaciones pobres y en condiciones de necesidad.
Es trágico que se construyan murallas, porque la naturaleza humana es de abolir las murallas. De encontrarse.
La cultura es como agua y las murallas no pueden contener el agua por mucho tiempo. El agua siempre pasa y así mismo, pasan las personas de diferentes orígenes, clases sociales y culturas.
Y el escritor se encuentra muy naif, sin armas en ese combate, porque tiene la impresión de que sus libros no son leídos, o son leídos por gente que no actúa en la vida".

¿Cómo afecta su trabajo como escritor esa realidad de guerra que usted ve en el mundo?

Jean-Marie Gustave Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionEn su libro autobiográfico "El Africano", Le Clézio narró el reenceuntro con su padre que trabajó la mayoría de su vida como médico en Nigeria. 
"Hay que tener mucha fuerza de voluntad para seguir escribiendo.
Varias veces dejé de escribir. Durante la época de la guerra de Vietnam era para mí imposible escribir. Me sentía paralizado por lo que pasaba. Estaba en Tailandia en aquel momento y la guerra estaba muy cerca.
Y después, durante la primera guerra del Golfo [Pérsico], también se secó completamente mi inspiración.
Podíamos escuchar a los aviones pasar cuando iban a bombardear, veíamos a los soldados embarcando en las naves de guerra.
Esta es una época muy triste y muy dura".

Usted vivió en muchos países del mundo, entre México, Panamá y Colombia. Cuénteme cómo fue esa experiencia y cómo Latinoamérica ahora.

"América Latina más que un continente, son dos continentes. Están el conteniente norte y el continente sur de América. No hay unidad política. Tiene una historia común, un lenguaje común, pero muchas variedades políticas. La situación de cada país es diferente.

J.M.G. Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionEl escritor francés asegura que lo hacen feliz "las pequeñas cosas". 
México, por ejemplo, está padeciendo una época muy mala en su historia por la inseguridad interna. Para mí es un pesar pensar en algo que había podido ser y no fue.
En los años de la revolución mexicana, México era como un faro alumbrando al mundo.
Todos los intelectuales llegaban allá porque era el país de la libertad, de la invención social, de las reforma agraria, de los pluralistas, de la literatura de los contemporáneos.
Ahora es un país quebrado, muchos de los intelectuales huyeron, están en otros países.
Es un pesar sobre todo porque no era inevitable. México fue por mucho tiempo un país pacífico, de cultura, de elegancia, de invención. Yo espero que esto sea una breve interrupción de una historia gloriosa".

¿Cómo era su vida en México?

"Viví en México por muchos años, entre 1968 y 1974. Primero en la Ciudad de México, después en el estado central de Michoacán, en la ciudad de Zamora.

J.M.G. Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionEl autor contó que cuando vivió en Panamá dejó de escribir, pero por la felicidad.
Vivir en Michoacán era como vivir en un cuadro: era perfecto.
Una naturaleza muy bella, muy humana. Había campos cultivados, campos de arroz de riego en la sierra. Campos de fresas, bellos volcanes y poblaciones muy diferentes, muy interesantes, como los purépechas".

¿Y luego, cómo llegó a Panamá?

"Llegué a donde los indios Embera en Panamá por una atracción recíproca. Viví un tiempo en Panamá, en un barrio cerca del puerto. Ellos también vivían ahí. Nos cruzamos en el puerto y cuando por fin les hablé, me invitaron a visitarlos en el Tapón del Darién.
Así que me fui en un barco y después tomé una piragua, subiendo los ríos. Como me gustó, me compré una piragua para mí y un motor fuera de borda y me fui a vivir como tres años con ellos".

¿Qué era importante para usted de vivir con Embera en la selva?

"Fue una época feliz, muy feliz.
En esa época tampoco escribía, pero era por la felicidad. En la acción de cada momento era feliz, compartiendo experiencias con ellos. Compartiendo el arroz y el plátano, viviendo en armonía.
J.M.G. Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionEl escritor lamenta la situación actual de México, pero espera que sea un "breve momento de su historia". 
Era un época muy feliz para mí tanto como para los Embera. No los molestaban, vivían dispersos en los ríos. Ahora están obligados a vivir concentrados en pueblitos donde no son bien soportados".

Es de las pocas personas que ha atravesado el Tapón del Darién, que separa Panamá de Colombia, ¿cómo lo logró?

"Recorrí Panamá hasta Colombia, con los indios Embera. Ellos iban a estudiar a Colombia para ser curanderos. Para ser brujos. Los mejores brujos están en Colombia. Van a hacer sus estudios en el Chocó [colombiano], cerca de Turbo, Quibdó, del Río San Juan y en Buenaventura.
Preparamos bien el viaje. No llevábamos armas pero llevábamos comida. Algunos indios iban adelante para esconder piraguas que servían para cruzar los pantanos del Río Sucio.
Después bajamos el Río Sucio, hasta que tomamos un camión para llegar a Medellín. Esa fue la gran aventura".

Ha mencionado varias veces la felicidad, ¿qué lo hace feliz?

"Soy feliz con las pequeñas cosas.
Es como llegar aquí. Puerto Rico se parece mucho a la isla de mi familia, Isla Mauricio.
Saliendo del avión intenté sentir el olor de las cañas de azúcar, aunque no las sentí porque en realidad quedan pocas, pero me gusta la belleza de la naturaleza aquí, de los árboles, hablar con la gente, caminar por el viejo San Juan".

Usted es francés pero también tiene nacionalidad de isla Mauricio, en el sur de África, algo que ha estado presente en buena parte de su obra. Cuénteme por favor cómo es su parte africana.

"Mi padre era británico y mi madre era francesa, pero ambos provenían de la isla Mauricio. Además eran primos hermanos, así que era una familia muy cerrada alrededor de la isla.
J.M.G. Le ClézioImage copyrightJoe Colon
Image captionLe Clézio, quien habla español perfecto, conversó con niños puertorriqueños durante el CILE 2016.
La isla Mauricio es como una especie de utopía, de lugar magnífico.
Pero mi parte africana la tengo también por mi padre, que fue médico toda su vida en Nigeria.
A ese país llegué a los 7 años, durante la Guerra. El resultado de ese viaje está reflejado en mi libro "El Africano". Es un reencuentro con África y con mi padre.
Además de ser importante porque ahí vivía mi papá, en ese momento el mundo no tenía fronteras.
A los 7 años el mundo resulta todo igual: un africano, un cubano, un americano es lo mismo para un niño. Aprende rápido a hablar y a jugar con los demás.

Así debería ser el mundo, sin murallas".

Thursday, March 10, 2016

Llorar y correr en Lesbos: mi experiencia como voluntaria en el corazón de la crisis de refugiados en Europa

  • 10 marzo 2016

RefugiadosImage copyrightAFP
Image captionLa mayoría de los migrantes llegan a Lesbos bastante mojados tras cruzar el mar en pequeños barcos inflables. Los meses de invierno y los días de lluvia pueden ser un drama.
La primera vez que lloré desconsolada en la isla griega de Lesbos llevaba 10 días como voluntaria. Ese día también me fumé mi primer cigarrillo en siete años.
Y también el segundo. Y el tercero.
Eran las 2 de la tarde en el campo de refugiados "Better days for Moria" y me acababa de despedir de Mohammed, un iraquí de unos 60 años que llevaba varios días en nuestro campo.
Mohammed había decidido viajar esa misma noche en un ferry a Atenas, desde donde continuaría su periplo con la esperanza de encontrar asilo en Alemania.
Pero no fue sólo nuestra despedida la que detonó mi tristeza.
Era una sumatoria de impotencia y agotamiento, de días y días atendiendo gente a mansalva, tratando de ayudar a aliviar las consecuencias humanitarias de una crisis que vista de cerca supera al entendimiento.

Centro de registro, LesbosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionEl 91% de los migrantes que han llegado a Grecia por mar desde 2015 son de Siria, Afganistán e Irak.
Efectivamente, Mohammed es sólo una de las 856.723 personas que, según cifras de las Naciones Unidas, han llegado a Grecia por mar desde 2015 hasta la fecha.
Son gente que llegó huyendo de guerras y conflictos como los de Siria, Irak, Afganistán, Irán, Palestina, Yemen, Pakistán, Libia, o Somalia.
La mayoría –el 48%– viene de Siria, donde la descarnada guerra interna iniciada en 2011 ha obligado a 11 millones de personas –más de la mitad de la población– a abandonar el país.
Pero Mohammed huyó de Mosul, la segunda ciudad más importante de Irak, poco más de un año después de que Estado Islámico se hiciera con el control de la ciudad, convencido de que era su única opción para sobrevivir.
Chalecos salvavidasImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionHay dos "cementerios" de chalecos en Lesbos. Yo conocí uno cerca de Molivos, en la costa norte. La sensación es desoladora.
Según me contó, Daesh –la palabra en árabe con la que muchos se refieren al autodenominado Estado Islámico– estaba obligando a los jóvenes a unirse a su lucha armada con terribles amenazas, "matando a todo el mundo" e incluso cortándoles los dedos a quienes se atrevieran a fumar.
Pero él se dejó crecer la barba y pretendió ser un criador de ganado nómada que viajaba acompañado de sus tres esposas, que no eran sino tres vecinas que también querían escapar de Irak y reencontrarse con sus esposos que ya habían huido del país.
Su plan dio frutos. Abandonaron la ciudad y caminaron durante "todas las horas" por el desierto, y luego, varias semanas hasta llegar a Turquía, donde se embarcaron rumbo a Lesbos.
Y fue justo él, el amigo Mohammed, quien me ofreció ese cigarrillo cuando me vio descompuesta.
"Mejor fumemos", me dijo. Y pues sí… Luego nos hicimos esta foto.
Mohammed, Natalia GuerreroImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionMohammed huyó de Irak después de que Estado Islámico tomara control del Mosul, su ciudad natal.

4 kilómetros hasta Europa

Al igual que el centenar de personas que se lanzan al mar cada día, Mohammed tuvo que pagar alrededor de US$1.000 para que traficantes lo incluyeran en uno de los botes inflables que atraviesan a diario el tramo del Mar Mediterráneo de entre 4 y 10 kilómetros que separa a Turquía de estas islas griegas.
Los niños pagan un promedio de US$600 cada uno por su cupo en las sobrecargadas lanchas.
Yo vi llegar un pequeño bote con capacidad para 30 personas con 70 a bordo. Y vi una lancha con capacidad para 50 personas que llegó con 300.
Barco refugiadosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionEn este barco llegaron a Lesbos 300 migrantes desde Turquía.
Los refugiados buscan desesperadamente pisar tierra en cualquiera de las islas griegas cercanas a Turquía –como Lesbos, Chios, Leros, Samos, Kos, Kalymos y Agathonisi– para así ponerse al amparo de la Unión Europea.
Es esta esperanza la que hace que esta gente –estas familias ya descompuestas por las guerras, estos miles de niños sin acompañantes– pongan su vida en riesgo a cambio de altísimas sumas de dinero.
Durante la presente crisis migratoria, la más grande desde la Segunda Guerra Mundial, han muerto ahogadas al menos 4.000 personas en el Mar Egeo.
Y probablemente el mayor dolor y rabia que sentí durante las tres semanas que estuve en Lesbos lo ocasionó la noticia de que otras 27 personas, entre ellos 11 niños, se habían ahogado cruzando ese pedazo del Mediterráneo.
LesbosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionDurante buena parte de 2015 los migrantes debían caminar por muchas horas hasta el centro de registro en Moria. Ahora autobuses de la ONU los recogen en las playas y los transportan. 
Fue un instante desgarrador: sentí un dolor detrás del esternón, un corrientazo en las piernas y casi perdí el aliento por un instante.
Desde Lesbos se pueden ver varias ciudades costeras turcas, que están tan cerca que resulta inadmisible que gente muera en hechos que con otras decisiones políticas serían completamente evitables.
Algo todavía más duro de aceptar cuando se sabe que los muertos son muy parecidos a los niños a los que se ha ayudado a abrigar o se les ha cambiado el pañal, a esos papás tan amorosos con sus hijos.
Son gente buena, colaboradora, sonriente. Gente que no quería irse de su casa y que sólo quiere llegar a un lugar seguro para proteger a sus hijos.

Tantos voluntarios como refugiados

El 52% de los migrantes llegan a Lesbos donde queda el principal centro de registro para los refugiados que llegan. De hecho, es la isla más grande de las que nombré antes y la tercera de tamaño de todas las islas griegas.
Voluntarios suizosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionVoluntarios de la organización humanitaria suiza Ceriba hacen guardia esperando botes con refugiados en la costa sur de Lesbos.
Sin embargo, sus 86.000 habitantes son pocos para amortiguar el promedio de 2.000 refugiados diarios que desembarcan en la isla.
En 2015, incluso hubo días en los que se registró la llegada de hasta 8.000 personas. En esos botes inflables o en lanchas igual de peligrosas; con sus chalecos salvavidas, con su ropa mojada, con sus pocas pertenencias.
Y todo eso permanece en la isla. Ellos se van pero las cosas se quedan.
Un ejemplo de cómo la llegada de cientos de miles de personas ha causado un impacto sin precedentes sobre este territorio caracterizado por su tranquilidad, sobre lo que acostumbraba ser un paraíso amigable de pescadores con una economía propia basada en sus fértiles cultivos de aceitunas.
Una marea de gente que no incluye únicamente a los solicitantes de asilo.
RefugiadosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionEste grupo de migrantes no puede ocultar su alegría al llegar al puerto de Mitilene tras ser rescatados por el barco la guardia costera griega.
Primero llegaron organizaciones humanitarias de todos los tipos: a finales de 2015 había registradas más de 80 en la pequeña isla, que se puede atravesar en tres horas de punta a punta.
Detrás, llegó una oleada de voluntarios de varios continentes y todas las edades con muchas ganas de ayudar, especialmente luego de la publicación de la foto del bebé sirio Alan Kurdi ahogado en una playa turca.

"El mes más frío del año"

Así también llegué yo, que quería ponerle un dedo encima a la realidad desbaratada de cada una de esos cientos de miles de personas sobre las que leía o incluso escribía para la BBC cada día.
"Quiero ir en el mes más frío del año" respondía cuando alguien me preguntaba por qué quería ir en febrero. "Cuando haya menos gente ayudando", explicaba yo.
Voluntario, LesbosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionEste peluquero recorrió Lesbos cortándoles el pelo gratis a los migrantes. 
Buena parte de febrero fue muy frío y lluvioso en Lesbos. Pero, contra todos mis pronósticos, no había menos gente ayudando.
La presencia de voluntarios ya era evidente en el avión que me llevó desde Atenas hasta Mitilene, la capital de Lesbos.
Mientras que en todas las carreteras de la isla por las que circulé, donde no suele haber mucho tráfico, había un flujo constante de camionetas o carros muy pequeñitos ocupados por personas con chalecos amarillos o naranja fosforescentes, señal inequívoca de los voluntarios en invierno.
De hecho, basta asomarse a las decenas de grupos en Facebook de las organizaciones en la isla para entender la magnitud de la industria humanitaria instalada en esta zona de Grecia.
Buscando por "Lesvos", como se transcribe literalmente la palabra del alfabeto griego, se encuentran los distintos grupos de coordinación, para compartir viajes en carro de un lado a otro, compartir casa, encontrar campos de refugiados y el menú de organizaciones privadas o de organismos en los cuales se puede ser voluntario.
Payasos sin fronteras, LesbosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionLa organización humanitaria Payasos sin Fronteras tiene gran acogida entre los niños de los distintos campos de migrantes en Lesbos. 
Se ha gestado una especie de para-economía que tiene los hoteles y los apartamentos de alquiler a reventar: este invierno es el primero en el que muchos de esos hoteles y restaurantes en varias zonas de Lesbos abrieron y permanecen llenos.
Pero eso no alcanza para que los lugareños estén del todo a gusto: el sentir general es que la llegada de refugiados hirió al turismo de muerte por varios años.
Cementario de barcosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionLa mayoría de los migrantes llegan en botes inflables. Las lanchas que quedan abandonadas comparten el basurero de los chalecos, aunque parecen muy pocas a su lado. 
Por lo demás, la mayoría de los refugiados se quedan apenas lo necesario para registrarse, que puede ser entre pocas horas, algunos días y solo en algunos casos particulares –por enfermedad o trauma severo– semanas y hasta meses.
Mientras que los voluntarios también pasan algunos días o semanas antes de volver a su vida.
Eso tienen en común con la gente a la que ayudan: ambos son poblaciones flotantes, cada día hay caras nuevas, cada día desaparece gente como Mohhamed, a la que se le había tomado cariño.

Ser voluntario en Moria

En Lesbos abunda la simpatía y la solidaridad tanto como escasea el crimen. No en vano, el principal centro de registro de refugiados queda en un antiguo penal militar que estuvo cerrado por años, en un área de colinas y olivares que se llama Moria.
Hermanos de EE.UU.Image copyrightNatalia Guerrero
Image captionEste grupo de jóvenes hermanos de Wisconsin viajó con su padre para ser voluntarios en Lesbos durante un mes.
El gobierno griego y la Unión Europea fundaron el lugar que puede albergar hasta 1.200 personas.
Pero la masiva llegada diaria de migrantes el año pasado terminó incitando a un grupo de voluntarios a fundar un campo paralelo en un lote cruzando la calle, el lugar donde finalmente decidí quedarme como voluntaria.
"Better days for Moria" (o simplemente "Better days", como le dicen) contrasta notablemente con su vecino oficial.
Centro de Registro MoriaImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionLos días en que llegan muchos botes las filas para registrarse son enormes. El proceso puede tardar 12 horas. 
No tiene rejas, ni alambrado de púas, ni policías. Es un espacio abierto, con colores donde la gente llega con entusiasmo, en una especie de dejo hippie.
Cuenta como 35 carpas blancas para familias de refugiados, una carpa familiar que ofrece comida permanentemente y un espacio para niños al que sólo pueden entrar los niños y sus encargados.
Y sin duda de lo más bonito de "Better Days" es la carpa donde hay alguien sirviendo té caliente 24 horas del día, en un contundente intento cultural de que la gente que viene de Medio Oriente se sienta cerca de casa.
Ahí mismo, en una cocina de 2 por 4 metros, voluntarias cocinan tres comidas vegetarianas diarias para cerca de 60 de sus colegas como yo.
Sobre la alacena, tres marroquíes que no han podido resolver su problema migratorio, se turnan para dormir en un saco de dormir y estar listos para lo que se necesite en la mitad de la noche, cuando frecuentemente llegan barcos llenos de gente llena de frío y angustia.
ZapatosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionLos zapatos son uno de los bienes más importantes para quienes inician la travesía hacia el norte de Europa, especialmente en el frío invierno. 
Yo trabajé la gran parte de los días en el centro de distribución de ropa, que comparte la carpa con la clínica, aunque están bien separadas por una pared de madera prensada. Ambos lugares funcionan 24 horas con turnos de relevo de 10 horas.
Cuando pasa algo grave en esa clínica todo se oye en el depósito de ropa, porque el espacio del techo es hueco y compartido.
No puedo contar cuánta gente atendí ahí. Decenas cada día. Cientos de mujeres con niños, de hombres y jóvenes. En farsi, árabe o urdu, idiomas que no hablo ni entiendo.
Pero a pesar de esa dificultad siempre terminaba con gente aliviada, con ropa seca y caliente, con zapatos adecuados para la larguísima travesía que les esperaba.
Algunas veces había abrazos y llanto de lado y lado.
Tienda china, LesbosImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionFrecuentemente visitamos esta tienda china para comprar zapatos, mochilas y ropa al por mayor. En la foto, los dueños inflan unos juguetes para los niños de la clínica de "Better days for Moria". 
Cuando no había lo que se necesitaba, Isabel Brezing –mi colega voluntaria, también colombiana– y yo corríamos a la tienda de unos chinos en el centro de Mitilene a comprar más cosas al por mayor.
Comprábamos zapatos de muchas tallas, bolsas plásticas pequeñas para empacar cosas de aseo, pequeños frascos para reempacar el champú, desodorantes y pantuflas grandes para quienes llegan con el drama del congelamiento de los dedos de las manos y los pies causado por el mar helado.
Entregar ropa implicaba además ordenar todo el tiempo la bodega que tenía dispuesta la ropa por infinitas categorías y tallas. Toda esa ropa donada por locales o por otros europeos sensibilizados con la tragedia.
Algunas cosas venían con mensajes adentro deseándole suerte a quien terminara convirtiéndose en el nuevo dueño. Y también había ropa nueva, muy buena, que yo sentía que había sido enviada con sensibilidad y consideración.
SalvavidasImage copyrightNatalia Guerrero
Image captionParte de las actividades cotidianas de los voluntarios en Lesbos consisten en limpiar la playa, recogiendo los chalecos, restos de botes y ropa que quedan tras la llegada de los migrantes. En esta foto se ve la costa turca al frente. 
Así tratábamos nosotros la ropa, cada par de medias, que en invierno son la vida misma; cada pequeño detalle, hasta que llegaba a su destino final. Y siempre corriendo, porque la gente mojada no lo espera a uno.

El regreso

Dejar Lesbos, no fue fácil. Lloré cuando despegó el avión. Sentí que el alma se me quedó pegada a esa tierra, en todas esas veces que me senté por largo rato a mirar el mar, a la inmensa costa turca al frente, tratando de encontrar respuestas.
Y hoy, días después del volver a la vida real, todavía creo que allá se quedó una de las mejores versiones de mí, junto a toda la gente que conocí.
Idomeni, GreciaImage copyrightAP
Image captionEn este momento hay más de 14.000 migrantes atrapados en la frontera entre Grecia y Macedonia. 
Extraño el lenguaje por señas para comunicarme, tener puesta la misma ropa todos los días, la navaja suiza que se volvió mi mejor compañera de trabajo, mis botas embarradas. El afán colectivo por ayudar.
Hasta hace pocos días no podía mirar las fotos de mi viaje o hablar de eso sin lagrimear. Y aunque ahora estoy más tranquila, todavía me perturba ver las imágenes de la gente atorada y maltratada en Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia.
Sé que entre las 14.000 personas que no han podido cruzar la frontera hay algunas que conocí. Quisiera poder ir hasta allá, a ese campo lleno de carpas que la lluvia torrencial ha convertido en un helado barrial a darles calor.
Básicamente me doy cuenta que lo más duro de estar aquí es no poder estar allá.
* Natalia Guerrero es periodista de BBC Mundo, pero viajó a la isla de Lesbos en capacidad personal durante su tiempo libre para desempeñarse como voluntaria. BBC Mundo le pidió luego reflejar su experiencia en este artículo.