Llorar y correr en Lesbos: mi experiencia como voluntaria en el corazón de la crisis de refugiados en Europa
- 10 marzo 2016
La primera vez que lloré desconsolada en la isla griega de Lesbos llevaba 10 días como voluntaria. Ese día también me fumé mi primer cigarrillo en siete años.
Y también el segundo. Y el tercero.
Eran las 2 de la tarde en el campo de refugiados "Better days for Moria" y me acababa de despedir de Mohammed, un iraquí de unos 60 años que llevaba varios días en nuestro campo.
Mohammed había decidido viajar esa misma noche en un ferry a Atenas, desde donde continuaría su periplo con la esperanza de encontrar asilo en Alemania.
Pero no fue sólo nuestra despedida la que detonó mi tristeza.
Era una sumatoria de impotencia y agotamiento, de días y días atendiendo gente a mansalva, tratando de ayudar a aliviar las consecuencias humanitarias de una crisis que vista de cerca supera al entendimiento.
Efectivamente, Mohammed es sólo una de las 856.723 personas que, según cifras de las Naciones Unidas, han llegado a Grecia por mar desde 2015 hasta la fecha.
Son gente que llegó huyendo de guerras y conflictos como los de Siria, Irak, Afganistán, Irán, Palestina, Yemen, Pakistán, Libia, o Somalia.
La mayoría –el 48%– viene de Siria, donde la descarnada guerra interna iniciada en 2011 ha obligado a 11 millones de personas –más de la mitad de la población– a abandonar el país.
Pero Mohammed huyó de Mosul, la segunda ciudad más importante de Irak, poco más de un año después de que Estado Islámico se hiciera con el control de la ciudad, convencido de que era su única opción para sobrevivir.
Según me contó, Daesh –la palabra en árabe con la que muchos se refieren al autodenominado Estado Islámico– estaba obligando a los jóvenes a unirse a su lucha armada con terribles amenazas, "matando a todo el mundo" e incluso cortándoles los dedos a quienes se atrevieran a fumar.
Pero él se dejó crecer la barba y pretendió ser un criador de ganado nómada que viajaba acompañado de sus tres esposas, que no eran sino tres vecinas que también querían escapar de Irak y reencontrarse con sus esposos que ya habían huido del país.
Su plan dio frutos. Abandonaron la ciudad y caminaron durante "todas las horas" por el desierto, y luego, varias semanas hasta llegar a Turquía, donde se embarcaron rumbo a Lesbos.
Y fue justo él, el amigo Mohammed, quien me ofreció ese cigarrillo cuando me vio descompuesta.
"Mejor fumemos", me dijo. Y pues sí… Luego nos hicimos esta foto.
4 kilómetros hasta Europa
Al igual que el centenar de personas que se lanzan al mar cada día, Mohammed tuvo que pagar alrededor de US$1.000 para que traficantes lo incluyeran en uno de los botes inflables que atraviesan a diario el tramo del Mar Mediterráneo de entre 4 y 10 kilómetros que separa a Turquía de estas islas griegas.
Los niños pagan un promedio de US$600 cada uno por su cupo en las sobrecargadas lanchas.
Yo vi llegar un pequeño bote con capacidad para 30 personas con 70 a bordo. Y vi una lancha con capacidad para 50 personas que llegó con 300.
Los refugiados buscan desesperadamente pisar tierra en cualquiera de las islas griegas cercanas a Turquía –como Lesbos, Chios, Leros, Samos, Kos, Kalymos y Agathonisi– para así ponerse al amparo de la Unión Europea.
Es esta esperanza la que hace que esta gente –estas familias ya descompuestas por las guerras, estos miles de niños sin acompañantes– pongan su vida en riesgo a cambio de altísimas sumas de dinero.
Durante la presente crisis migratoria, la más grande desde la Segunda Guerra Mundial, han muerto ahogadas al menos 4.000 personas en el Mar Egeo.
Y probablemente el mayor dolor y rabia que sentí durante las tres semanas que estuve en Lesbos lo ocasionó la noticia de que otras 27 personas, entre ellos 11 niños, se habían ahogado cruzando ese pedazo del Mediterráneo.
Fue un instante desgarrador: sentí un dolor detrás del esternón, un corrientazo en las piernas y casi perdí el aliento por un instante.
Desde Lesbos se pueden ver varias ciudades costeras turcas, que están tan cerca que resulta inadmisible que gente muera en hechos que con otras decisiones políticas serían completamente evitables.
Algo todavía más duro de aceptar cuando se sabe que los muertos son muy parecidos a los niños a los que se ha ayudado a abrigar o se les ha cambiado el pañal, a esos papás tan amorosos con sus hijos.
Son gente buena, colaboradora, sonriente. Gente que no quería irse de su casa y que sólo quiere llegar a un lugar seguro para proteger a sus hijos.
Tantos voluntarios como refugiados
El 52% de los migrantes llegan a Lesbos donde queda el principal centro de registro para los refugiados que llegan. De hecho, es la isla más grande de las que nombré antes y la tercera de tamaño de todas las islas griegas.
Sin embargo, sus 86.000 habitantes son pocos para amortiguar el promedio de 2.000 refugiados diarios que desembarcan en la isla.
En 2015, incluso hubo días en los que se registró la llegada de hasta 8.000 personas. En esos botes inflables o en lanchas igual de peligrosas; con sus chalecos salvavidas, con su ropa mojada, con sus pocas pertenencias.
Y todo eso permanece en la isla. Ellos se van pero las cosas se quedan.
Un ejemplo de cómo la llegada de cientos de miles de personas ha causado un impacto sin precedentes sobre este territorio caracterizado por su tranquilidad, sobre lo que acostumbraba ser un paraíso amigable de pescadores con una economía propia basada en sus fértiles cultivos de aceitunas.
Una marea de gente que no incluye únicamente a los solicitantes de asilo.
Primero llegaron organizaciones humanitarias de todos los tipos: a finales de 2015 había registradas más de 80 en la pequeña isla, que se puede atravesar en tres horas de punta a punta.
Detrás, llegó una oleada de voluntarios de varios continentes y todas las edades con muchas ganas de ayudar, especialmente luego de la publicación de la foto del bebé sirio Alan Kurdi ahogado en una playa turca.
"El mes más frío del año"
Así también llegué yo, que quería ponerle un dedo encima a la realidad desbaratada de cada una de esos cientos de miles de personas sobre las que leía o incluso escribía para la BBC cada día.
"Quiero ir en el mes más frío del año" respondía cuando alguien me preguntaba por qué quería ir en febrero. "Cuando haya menos gente ayudando", explicaba yo.
Buena parte de febrero fue muy frío y lluvioso en Lesbos. Pero, contra todos mis pronósticos, no había menos gente ayudando.
La presencia de voluntarios ya era evidente en el avión que me llevó desde Atenas hasta Mitilene, la capital de Lesbos.
Mientras que en todas las carreteras de la isla por las que circulé, donde no suele haber mucho tráfico, había un flujo constante de camionetas o carros muy pequeñitos ocupados por personas con chalecos amarillos o naranja fosforescentes, señal inequívoca de los voluntarios en invierno.
De hecho, basta asomarse a las decenas de grupos en Facebook de las organizaciones en la isla para entender la magnitud de la industria humanitaria instalada en esta zona de Grecia.
Buscando por "Lesvos", como se transcribe literalmente la palabra del alfabeto griego, se encuentran los distintos grupos de coordinación, para compartir viajes en carro de un lado a otro, compartir casa, encontrar campos de refugiados y el menú de organizaciones privadas o de organismos en los cuales se puede ser voluntario.
Se ha gestado una especie de para-economía que tiene los hoteles y los apartamentos de alquiler a reventar: este invierno es el primero en el que muchos de esos hoteles y restaurantes en varias zonas de Lesbos abrieron y permanecen llenos.
Pero eso no alcanza para que los lugareños estén del todo a gusto: el sentir general es que la llegada de refugiados hirió al turismo de muerte por varios años.
Por lo demás, la mayoría de los refugiados se quedan apenas lo necesario para registrarse, que puede ser entre pocas horas, algunos días y solo en algunos casos particulares –por enfermedad o trauma severo– semanas y hasta meses.
Mientras que los voluntarios también pasan algunos días o semanas antes de volver a su vida.
Eso tienen en común con la gente a la que ayudan: ambos son poblaciones flotantes, cada día hay caras nuevas, cada día desaparece gente como Mohhamed, a la que se le había tomado cariño.
Ser voluntario en Moria
En Lesbos abunda la simpatía y la solidaridad tanto como escasea el crimen. No en vano, el principal centro de registro de refugiados queda en un antiguo penal militar que estuvo cerrado por años, en un área de colinas y olivares que se llama Moria.
El gobierno griego y la Unión Europea fundaron el lugar que puede albergar hasta 1.200 personas.
Pero la masiva llegada diaria de migrantes el año pasado terminó incitando a un grupo de voluntarios a fundar un campo paralelo en un lote cruzando la calle, el lugar donde finalmente decidí quedarme como voluntaria.
"Better days for Moria" (o simplemente "Better days", como le dicen) contrasta notablemente con su vecino oficial.
No tiene rejas, ni alambrado de púas, ni policías. Es un espacio abierto, con colores donde la gente llega con entusiasmo, en una especie de dejo hippie.
Cuenta como 35 carpas blancas para familias de refugiados, una carpa familiar que ofrece comida permanentemente y un espacio para niños al que sólo pueden entrar los niños y sus encargados.
Y sin duda de lo más bonito de "Better Days" es la carpa donde hay alguien sirviendo té caliente 24 horas del día, en un contundente intento cultural de que la gente que viene de Medio Oriente se sienta cerca de casa.
Ahí mismo, en una cocina de 2 por 4 metros, voluntarias cocinan tres comidas vegetarianas diarias para cerca de 60 de sus colegas como yo.
Sobre la alacena, tres marroquíes que no han podido resolver su problema migratorio, se turnan para dormir en un saco de dormir y estar listos para lo que se necesite en la mitad de la noche, cuando frecuentemente llegan barcos llenos de gente llena de frío y angustia.
Yo trabajé la gran parte de los días en el centro de distribución de ropa, que comparte la carpa con la clínica, aunque están bien separadas por una pared de madera prensada. Ambos lugares funcionan 24 horas con turnos de relevo de 10 horas.
Cuando pasa algo grave en esa clínica todo se oye en el depósito de ropa, porque el espacio del techo es hueco y compartido.
No puedo contar cuánta gente atendí ahí. Decenas cada día. Cientos de mujeres con niños, de hombres y jóvenes. En farsi, árabe o urdu, idiomas que no hablo ni entiendo.
Pero a pesar de esa dificultad siempre terminaba con gente aliviada, con ropa seca y caliente, con zapatos adecuados para la larguísima travesía que les esperaba.
Algunas veces había abrazos y llanto de lado y lado.
Cuando no había lo que se necesitaba, Isabel Brezing –mi colega voluntaria, también colombiana– y yo corríamos a la tienda de unos chinos en el centro de Mitilene a comprar más cosas al por mayor.
Comprábamos zapatos de muchas tallas, bolsas plásticas pequeñas para empacar cosas de aseo, pequeños frascos para reempacar el champú, desodorantes y pantuflas grandes para quienes llegan con el drama del congelamiento de los dedos de las manos y los pies causado por el mar helado.
Entregar ropa implicaba además ordenar todo el tiempo la bodega que tenía dispuesta la ropa por infinitas categorías y tallas. Toda esa ropa donada por locales o por otros europeos sensibilizados con la tragedia.
Algunas cosas venían con mensajes adentro deseándole suerte a quien terminara convirtiéndose en el nuevo dueño. Y también había ropa nueva, muy buena, que yo sentía que había sido enviada con sensibilidad y consideración.
Así tratábamos nosotros la ropa, cada par de medias, que en invierno son la vida misma; cada pequeño detalle, hasta que llegaba a su destino final. Y siempre corriendo, porque la gente mojada no lo espera a uno.
El regreso
Dejar Lesbos, no fue fácil. Lloré cuando despegó el avión. Sentí que el alma se me quedó pegada a esa tierra, en todas esas veces que me senté por largo rato a mirar el mar, a la inmensa costa turca al frente, tratando de encontrar respuestas.
Y hoy, días después del volver a la vida real, todavía creo que allá se quedó una de las mejores versiones de mí, junto a toda la gente que conocí.
Extraño el lenguaje por señas para comunicarme, tener puesta la misma ropa todos los días, la navaja suiza que se volvió mi mejor compañera de trabajo, mis botas embarradas. El afán colectivo por ayudar.
Hasta hace pocos días no podía mirar las fotos de mi viaje o hablar de eso sin lagrimear. Y aunque ahora estoy más tranquila, todavía me perturba ver las imágenes de la gente atorada y maltratada en Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia.
Sé que entre las 14.000 personas que no han podido cruzar la frontera hay algunas que conocí. Quisiera poder ir hasta allá, a ese campo lleno de carpas que la lluvia torrencial ha convertido en un helado barrial a darles calor.
Básicamente me doy cuenta que lo más duro de estar aquí es no poder estar allá.
* Natalia Guerrero es periodista de BBC Mundo, pero viajó a la isla de Lesbos en capacidad personal durante su tiempo libre para desempeñarse como voluntaria. BBC Mundo le pidió luego reflejar su experiencia en este artículo.
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