Tres días de lluvia y ráfagas de viento no fueron suficientes para evitar que la vecina de al frente saliera a la terraza. Me mudé hace seis semanas y desde entonces no ha habido un día en el que esta mujer no esté ahí, en esa esquina en la que está, pero sentada con todo su cuerpo entrelazado sobre un pequeña butaca de acrílico transparente.
No sé qué es lo que hace, si lee algo importante o si está metida en Whatsapp o chateando desde un Blackberry. Sólo sé que pasa todo el día ahí afuera, aguantando la humedad y el calor de Miami, siempre vestida de negro y ahora con este peluqueando francés.
Las primeras semanas pensaba en lo sola que siempre está. En que no habla con nadie en todo el día hasta el final de la noche cuando entra a la casa y aparentemente interactúa con alguien.
A la tercera semana cambié el lente y empecé a darme cuenta que ella me miraba también. Supuse que debía narrar algo parecido a lo mío. Que su vecina de al frente está casi siempre en su casa, leyendo el computador o el celular, sin saber si está en Twitter o chateando; o si es que anda escribiendo una novela. Supongo que también dice que siempre estoy vestida de negro, y que no puedo estar más sola, porque no veo a nadie ya que nadie viene a verme.
Debe ver cómo cada día a la hora del almuerzo armo cualquier alquimia que me devoro parada, recostada contra la estufa, mirándola a ella.
La tormenta Isaac hizo que ella tuviera que entrar sus pocas cosas de la terraza y embutirse entre la casa por tres días. Yo también estuve así. Al tercer día ella salió como animal desesperado y fumó todo lo que pudo mientras la atacaba una lluvia horizontal. Yo en cambio, desafortunadamente, dejé el cigarrillo hace un par de años.
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